-. septiembre 2019 .-
Joaquín Rodríguez Pinto
“Y antes de partir diré: Adiós, adiós mundo indigno…”
(Entre aquel apostolado, Violeta Parra).
Fingió pedir los tres deseos, ojos cerrados, y sopló. La alegría monótona clásica y el olor del humo fueron percibidos por el muchacho. Dieciocho velas que aparte de cera, eran el simbolismo de una transición importante, pero que a él se le hacían intrascendentes. Anhelaba, sin embargo, desde sus vísceras, que en el juego del destino las cartas de la vida, representadas en las mechas incineradas que acababa de sofocar, se le presentaran premonitorias de alguna ventura que le trajese esa vitalidad de la que carecía.
Luego del jolgorio insípido, el joven, sentado en una silla que había sacado del juego de comedor, se puso a observar aquella escena, por definición, familiar.
Sus dos tías maternas, estridentes y animosas, intercambiaban monólogos entrecortados por ella mismas:
— El ficus que estoy cultivando en mi jardín no ha querido crecer, creo que debe estar deprimido, pero, aunque le canto diariamente no logro quitarle la desidia…— decía una sin antes ser interrumpida por la otra.
— Puedes decirle a mi Mami que lo toque, ya sabes que nació con los dedos verdes, y que por más famélica que esté una planta, solo una caricia basta para revitalizarla….
Se desconcentró momentáneamente de las tías chillonas pues algo a sus espaldas, específicamente en la pared, le había atraído la visión; y pues, sin asombro sino curiosidad, notó ambas siluetas, formadas al paso interrumpido de la luz, en una danza esquizofrénica enardecida por el fragor de una contienda. Las sombras de sus tías abatiéndose mutuamente, sujetándose y tirándose mechones de cabello; entrambas, las pinturas enmarcadas de colores discontinuos hacían de tramoya y de escena como un personaje más de ese caluroso acto. Del arroyo junto a la casa púrpura, al campanario celeste que se mimetizaba con el cielo; y a la orilla del pacífico mar que hacía el contraste entre el suave y tranquilo vaivén del oleaje, trazado al ligero paso de un pincel, y las amorfas y furibundas figuras de las posiciones adoptadas por aquellas sombras.
De un momento a otro, y sin menor presagio pretérito, toda sombra habíase tornado en algo diferente a lo que por nuestra naturaleza humana estaríamos propensos a espectar. Se escabulló sagazmente por entre aquella selva hiperquinética, miscelánea de sombras insolentes y sujetos asidos por el vínculo de la sangre, abriéndose el paso por medio de permisos y llegando por fin al inicio del corredor que condujese a la posible respuesta de su impávida inquietud: su madre.
— Ya ves sus sombras, ¿no es así? — inquirió con templanza natural y un dejo de sabiduría matriarcal.
— Así es, ¿cómo lo sabes?
— Siempre lo supe, hijo mío, así está establecido— y, entre solemne y autoritaria dictó sentencia tal:
"A quienes de un momento a otro convertirse en contempladores aconteciese;
Cual padre que a la hija “contempladora” volviese,
será la hija madre, madre contempladora.
Cual madre que al hijo “contemplador” volviese,
mayor contemplador el hijo que la madre, y la madre que su padre."
— Tu abuelo es contemplador— continuó — Él me heredó aquel don y yo, hijo, acabo de traspasártelo a ti que ya cumpliste los dieciocho. A mí y a mi padre ya nos acaece el ocaso de este regalo, mas tú, al ser el último en la línea, posees dentro la confluencia de todos los poderes predecesores, aparte de tu propio don.
Embobecido, el joven, atendía a cada frase que su madre dijese, grabando a cincel cada palabra en el ala de las memorias permanentes.
— El contemplador tiene la capacidad de observar, no obstante, capta más allá de la piel y los huesos, el contemplador percibe el alma, pensamiento, recuerdos e intenciones del resto a través de las sombras, que son lo oculto a luz y a su vez lo opuesto a esta. Mas, lo que siempre está oculto en las sombras no son monstruos sino la esencia etérea de las personas, lo que son, detrás de aquella faceta que la luz y sus coloridos reflejos pintan con sincera animadversión a la verdad.
Luego, retornó a la silla de comedor y contempló…
Prontamente, las cualidades descritas por su madre, que se habían ya convertido en una verdad sumisa, se presentaron a su vista.
Su tía, ésta distinta a las dos anteriores, conversaba seriamente con su esposo. Cabizbaja y de diálogos enmudecidos, y, más aún, adornada de una lúgubre e inexpresiva mueca. Su esposo carente de contacto visual, al estar sentado a su lado, le murmuraba ininteligiblemente una sarta de dios sabe qué calidad de sentencias. Todo al velo de la inadvertencia de los concurrentes. Ante aquello, la escena se tornaba aún más siniestra, cuando las sombras develaron la cruenta realidad. Una figura masculina y decrépita, a todo el ancho de su boca, se desgañitaba furibunda a la sombra de una atormentada mujer que ovillada intentaba evadir los tortuosos berridos.
Redireccionó su concentración en un impulso de enajenación instintivo y, de nuevo, contempló…
Dos padres mancebos platicaban con una musicalidad y ritmo característicos del amor vivaz de quienes aman en sus primaveras. Un infante retozaba zigzagueante y enérgico entre las piernas de ambos, empero su rostro no reflejaba la alegría descuidada de la niñez; más bien, la determinación de perpetrar un propósito.
En la honesta penumbra admiró la silueta de dos enamorados, cuyas ropas eran desgarradas por un niño pequeño, que en llanto de impotencia clamaba por salir de su desatención. Sin embargo, era vano el intentar, pues a vista somera aquellos que se entrelazaban cual enredadera a un pilar, nunca habían estado, ni lo estarían en un futuro inmediato, provisionados para las peripecias de la crianza. Notaban, también, desesperadas, estas siluetas cómo lo que no se presupuestó les coercía, a un tajo, la vida juvenil y les imponía una adultez temprana.
Inundado por la conmoción invisible al resto, se enfocó en su primo adulto y su tío, padre de su primo. Su tío atrapado en un circunloquio sin sentido aparente, que vacilaba entre agudas carcajadas y severas reflexiones. Un malabareo de tópicos que no lograban interesar al público, que se componía de una sola persona. El inconmovible espectador, su primo detentaba inconsciente la indiferencia.
Entonces, contempló:
La sombra encorvada y retraída de su tío, llenándose de una melancolía insoportable que lo consumía; se le veía atesorando en sus manos recuerdos añejos de momentos en los que aquella sombra, hecha hombre, aún adolecía de la dependencia suya. Y esa figura de hombre, incólume, que emprendía rumbo opuesto, se alejaba indiferente.
Ambos estaban presentes, mas sus sombras, sus almas se iban distanciando irremediablemente. Una encerrada en el recuerdo y otra enceguecida de sueños y aspiraciones. Sin noción de perjuicios; carentes.
Anudada la garganta, esta vez voluntariamente mudó la vista a otro paraje. Y, sin más remedio, la situó en su abuela:
Sentada, impasible miraba hacía la nada en una atmósfera de ausencia, ojos fijos cubiertos de una gasa opaca y traslúcida. En la muralla que cortaba el vacío que observaba, frente a ella; la sombra de una pequeña alegre y traviesa, recorriendo campos y montes, cortando flores, caminando las vías de los trenes, saltando acequias, se reproducía una y otra vez en los celuloides de una memoria ultrajada de presente. Tras la butaca principal, en la que se encontraba su abuela dos sombras paternas enternecidas observaban la escena tomadas de las manos y acariciando a su pequeña que, sentada inmóvil, era un vestigio del tiempo.
Observó un instante más la justicia del despojo, y encontró en ese mar ahogado y umbrío a su abuelo.
— Eres tú, ven y siéntate a mi lado. — dijo el abuelo y el nieto obedeció—Ya lo tienes ¿cierto?
— Sí, abuelo.
Mientras asentía contemplaba la sombra de su abuelo, una figura corpulenta y maciza que emanaba una sapiencia inconmensurable acompañada de una profunda y meditada angustia.
— Ya casi no veo, solo puedo contemplar. Desde que supe que me estaba quedando ciego, dediqué todo mi tiempo y esfuerzo a memorizar las sombras de mi familia y de la gente que quiero. Todas sus falencias e imperfecciones, temores y propósitos. Cada aspecto de sus almas. Los veo con el corazón. Sé quién está y quién no. Pero sufro. Sufro al contemplarlos. Disgregados, indiferentes, apagados y violentos. Y más sufro al escuchar la hipocresía de la luz y el sonido, que se esmeran en erigir una realidad alterna de personajes como marionetas que se dejan arrasar por el tiempo y la vida. A quienes todo y nada al mismo tiempo les afecta. Entes que permanecen mas no trascienden. Sepultados bajo el plomo de la rutina y las tradiciones fatuas. Mijito, el don del contemplador ha recaído en nosotros, y nosotros desde el entendimiento debemos regresar la mano al destino, ayudando al que necesite consejo y abriendo los ojos al que los cierre.
Habiendo terminado la charla con su abuelo, se levantó conturbado y se determinó a abandonar aquel revoltijo agobiante. Centró la meta en la puerta que daba a la salida de su casa, la abrió y avanzó. Pocos metros avanzados, comenzó a iterar grandes inhalaciones con las manos posadas en sus rodillas, mirando al piso.
Cuando izó la mirada notó como el atardecer pintaba un cálido cuadro en aquel lienzo celeste, el sol en retirada iba mermando la temperatura y los bordes de las techumbres se delineaban fucsia. Las asfaltadas calles, en contraposición, se azulaban a la sombra de las casas, los troncos de los árboles ennegrecían y las hojas tornábanse de violeta lustroso.
Giró hacía su casa y contempló:
La cara frontal y posterior al sol, y el dramático cambio que generaba la presencia o ausencia de luz en el aspecto de ella. El lado umbroso reflejaba en el asfalto una sombra de casa enferma, retorciéndose y quejándose en estruendoso silencio.
— Es probable que sea porque las relaciones dentro están podridas— se dijo.
A lo lejos, bajo la luminaria peatonal una pareja discutía airadamente; una sucesión gestos y movimientos erráticos. Y el desplome de los ánimos. Un abrazo, un beso y la retirada.
Sin embargo, cuando la pareja de enlutados enamorados comenzó a separarse, sus sombras sujetas fuertemente por el abrazo del cariño les impedían moverse, empezaron con más brío a intentar desasirse el uno de otro, estando a dos pasos de distancia. Súbitamente de sus pies emergieron las fantasmagóricas siluetas del ego de cada uno, y empezaron a colaborar con la separación. Ambas almas estaban determinadas a no dejarse ir, pero, esta vez el ego venció al amor y en el momento en que ambas sombras dejaron de tener contacto, estallaron en mil pedazos que desaparecieron entre las sombras de las casas. Cada corazón partido comenzó a llorar desesperadamente mientras tomaban rumbos opuestos.
Devuelta en su casa notó que sus familiares se retiraban.
Con parsimonia diligente y rutinaria cada uno de ellos fue despidiéndose con un abrazo y un adiós; aún así cada sombra pasó indiferente por su lado sin siquiera levantar la mirada. Cuando pasó su abuela, acompañada de la sombra de sus padres y la pequeña rondando y saltando sin nunca alejarse sus piernas, en un arranque de lucidez la pequeña se apartó de sus padres y corrió a darle un beso en la mejilla al joven, y una sonrisa más ilusoria que real se esbozo en el rostro de su abuela.
Se despidió de su abuelo, quien le recordó lo platicado. Y su sombra le dio un entrañable apretón de manos; mientras, él dudó si la lágrima que había caído había salido de los ojos del abuelo o de la silueta.
Una exhalación muy profunda produjo un destello de luz enceguecedor que se repartió a cada uno de los que se ignoraban turbados y por un instante efímero contemplaron sus vidas, sus sombras.
La fulguración se mantuvo y fue desvaneciéndose paulatinamente. Cuando todos recuperaron la vista se dirigieron con prisa a la salida de la casa.
La madre con templanza y calidez; entre solemne y autoritaria dictó sentencia tal:
— Siempre lo supe, hijo mío, así estaba establecido. Eras nuestro ángel... Siempre lo supe, nunca tuviste sombra, pues tu alma estaba representada en tu cuerpo. Las mechas incineradas que sofocaste presagiaron el fin de nuestras tribulaciones abrumantes; apagaste nuestros pesares. Tu luz no fue una escena montada de hipocresía y cinismo. Más bien nos cegó un instante para que pudiéramos ver lo trascendente.
Y el coro del cielo los inundó de una conocida melodía color violeta:
Maire yo le digo adiós y usted por mí no haga duelo, espero en Dios que en el cielo nos hamos de ver los dos.
En el tránsito veloz ya se cumplió mi destino; purificando al Divino a la gloria dentraré…. Y antes de partir diré: Adiós, adiós mundo indigno…
FIN
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("La Danza Esquizofrénica", tira líneas sobre papel, de: Joaquín Rodríguez Pinto)
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